Reflexiones del Papa Francisco sobre los migrantes
Director General,
Señora Presidenta,
Distinguidos participantes:
Quisiera expresar mis felicitaciones a la Organización Internacional para las Migraciones por sus 70 años de servicio a los migrantes. Este hito en la historia de la Organización, a pesar de los múltiples desafíos planteados por la pandemia del COVID-19, ofrece la ocasión de renovar la visión y nuestro compromiso a través de una respuesta más digna al fenómeno migratorio.
Hace diez años, en la 100ª Sesión de este Consejo, por decisión de mi querido predecesor, el Papa Benedicto XVI, la Santa Sede, de manera conforme a su naturaleza, sus principios y normas específicas, optó por llegar a ser Estado miembro de esta Organización. Las motivaciones subyacentes que impulsaron tal decisión siguen siendo hoy más válidas y urgentes [1]:
1. Afirmar la dimensión ética de los desplazamientos de población.
2. Ofrecer, a través de su experiencia y de su consolidada red de asociaciones sobre el terreno en todo el mundo, la colaboración de la Iglesia católica a los servicios internacionales dedicados a las personas desarraigadas.
3. Prestar una asistencia integral en función de las necesidades, sin distinción, basada en la dignidad inherente de todos los miembros de la misma familia humana.
El debate sobre la migración no es realmente sobre los migrantes. O sea, no se trata sólo de migrantes: se trata más bien de todos nosotros, del pasado, del presente y del futuro de nuestras sociedades [2]. No debemos dejarnos sorprender por el número de migrantes, sino encontrarnos con todos ellos como personas, viendo sus rostros y escuchando sus historias, intentando responder lo mejor posible a sus singulares situaciones personales y familiares. Esta respuesta requiere mucha sensibilidad humana, justicia y fraternidad. Tenemos que evitar una tentación muy común hoy en día: descartar todo lo que resulta molesto [3]. Esa es precisamente la “cultura del descarte” que tantas veces he denunciado.
En la mayoría de las principales tradiciones religiosas, incluso el cristianismo, encontramos la enseñanza que nos exhorta a tratar a los demás como queremos que nos traten a nosotros y a amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Otras enseñanzas religiosas insisten en que vayamos más allá de esta norma y que no descuidemos la hospitalidad con el extranjero, «pues por ella algunos, sin saberlo, han recibido visitas de ángeles» (Hb 13,2). Sin duda, estos valores universalmente reconocidos deben guiar nuestro trato a los migrantes en la comunidad local y en el ámbito nacional.
Muchas veces oímos hablar de lo que hacen los Estados para acoger a los migrantes. Pero es igualmente importante preguntarse: ¿Qué beneficios aportan los migrantes a las comunidades que los acogen y cómo las enriquecen? Por un lado, en los mercados de los países de ingresos medio-altos, la mano de obra migrante es muy demandada y bienvenida como forma de compensar la falta de mano de obra. Por otro lado, los migrantes suelen ser rechazados y sometidos a actitudes resentidas por muchas de sus comunidades de acogida.
Lamentablemente, este doble estándar deriva del predominio de los intereses económicos sobre las necesidades y la dignidad de la persona humana. Esta tendencia se hizo especialmente evidente durante los “cierres” de COVID-19, cuando muchos de los trabajadores “esenciales” eran migrantes, pero no se les concedieron los beneficios de los programas de ayuda económica de COVID ni el acceso a la atención sanitaria básica o a las vacunas de COVID.
Es aún más lamentable que los migrantes sean utilizados cada vez más como moneda de cambio, como peones en el tablero de ajedrez, víctimas de rivalidades políticas. Como todos sabemos, la decisión de emigrar, de abandonar la tierra natal o el territorio de origen, es sin duda una de las más difíciles de la vida.
¿Cómo se puede explotar el sufrimiento y la desesperación para avanzar o defender agendas políticas? ¿Cómo pueden prevalecer las consideraciones políticas cuando está en juego la dignidad de la persona humana? La falta básica de respeto humano en las fronteras nacionales nos minimiza a todos en nuestra “humanidad”. Más allá de los aspectos políticos y jurídicos de las situaciones irregulares, nunca debemos perder de vista el rostro humano de la migración y el hecho de que, por encima de las divisiones geográficas de las fronteras, formamos parte de una única familia humana.
Deseo aprovechar esta ocasión para hacer cuatros observaciones:
1. Hay una necesidad urgente de encontrar vías dignas para salir de las situaciones irregulares. La desesperación y la esperanza siempre prevalecen sobre las políticas restrictivas. Cuantas más vías legales existan, menos probable será que los migrantes se vean arrastrados por las redes criminales de los traficantes de personas o por la explotación y los abusos durante el contrabando.
2. Los migrantes hacen visible el vínculo que une a toda la familia humana, la riqueza de las culturas y el recurso para los intercambios de desarrollo y las redes comerciales que constituyen las comunidades de la diáspora. En este sentido, el tema de la integración es fundamental; la integración implica un proceso bidireccional, basado en el conocimiento mutuo, la apertura recíproca, el respeto de las leyes y la cultura de los países de acogida con un verdadero espíritu de encuentro y enriquecimiento recíproco.
3. La familia migrante es un componente crucial de las comunidades de nuestro mundo globalizado, pero en demasiados países se niega a los trabajadores migrantes los beneficios y la estabilidad de la vida familiar debido a impedimentos legales. El vacío humano que se deja atrás cuando un padre o una madre emigran solos es un duro recordatorio del agobiante dilema que supone verse obligados a elegir entre emigrar sólo para alimentar a su familia o disfrutar del derecho fundamental a permanecer en el país de origen con dignidad.
4. La comunidad internacional debe abordar con urgencia las condiciones que dan lugar a la migración irregular, haciendo así de la migración una elección bien informada y no una necesidad desesperada. Ya que la mayoría de las personas que pueden vivir decentemente en sus propios países de origen no se sentirían obligadas a emigrar de forma irregular, se necesitan urgentemente esfuerzos para “crear mejores condiciones económicas y sociales [..] de modo que la emigración no sea la única opción para quien busca paz, justicia, seguridad y pleno respeto de la dignidad humana” [4].
En definitiva, la migración no es sólo una historia de migrantes sino de desigualdades, de desesperación, de degradación del medioambiente, de cambio climático, pero también de sueños, de coraje, de estudios en el extranjero, de reunificación familiar, de nuevas oportunidades, de seguridad y protección, y de trabajo duro pero decente.
En conclusión, la realización de una adecuada gestión global de los movimientos migratorios, una comprensión positiva de los mismos y un enfoque eficaz del desarrollo humano integral pueden parecer objetivos de largo alcance. Sin embargo, nunca debemos olvidar que no se trata de estadísticas, sino de personas reales con sus vidas en juego.
Arraigada en su experiencia secular, la Iglesia católica y sus Instituciones seguirán con su misión de acoger, proteger, promover e integrar a las personas que se desplazan.
Les doy las gracias de corazón e invoco sobre todos ustedes, sobre las naciones que representan y sobre los migrantes y sus familias la bendición del Señor.
Fraternalmente,
Francisco