La sociedad política está en mora con la democratización del país
Nos abocamos a un nuevo ejercicio electoral en dos años, el séptimo post Invasión, bajo las mismas reglas heredadas de la dictadura militar y maquilladas por los politiqueros de turno, treinta y dos años y cinco meses han transcurrido desde entonces, sin que la sociedad política haya sido capaz de darle al país la institucionalidad que lo encamine hacia el régimen de plena democracia prometido hace casi tres décadas.
A lo largo del tiempo hemos experimentado un deterioro progresivo de la vida democrática. Los tres órganos del estado -Ejecutivo, Legislativo y Judicial- viven de escándalo en escándalo. La corrupción los corroe y el equilibrio de poder que debe existir entre ellos cada día está más ausente de la vida política, económica, social y cultural de la nación y de la república misma. Casi todos sus funcionarios son cuestionados a diario; no solo por sus decisiones, sino por lo más grave: la solvencia ética y moral de las propias personas. La confianza y la credibilidad en las autoridades y en el sistema se pierden a velocidad sorprendente. Basta tomar como muestra la oferta electoral de las candidaturas a los puestos de elección que desde ya se mencionan, para constatar como, período tras período, ha disminuido la calidad del discurso, la propuesta de gobierno y la capacidad intelectual y política de algunos candidatos y figuras políticas. Tanto el método como el sistema parecen ya gastados.
Necesitamos un cambio profundo de las estructuras del estado, que solo puede darse a través de un pacto nacional que engendre una constitución legítima para darle un vuelco al sistema vigente tan despreciado por la ciudadanía. Esa sería la vía idónea para establecer las reglas políticas que rijan el orden de nuestro régimen democrático. Y tal cambio no debe ni puede hacerse ajeno a la voluntad popular, a través de la cual se elija una asamblea constituyente, sea esta paralela u originaria, según convenga al país. Probar otra ruta sería continuar con el desorden político vigente que da pie a la corrupción y la pillería partidista que manipula el sistema electoral y maquilla sus actuaciones politiqueras de legalidad y apego al orden constitucional.
Si queremos, realmente, evitar la hecatombe social y política que se vislumbra en el horizonte, es necesario que se ponga fin a la mora que existe en cuanto a la plena democratización del país. Y el camino comienza por garantizar la elección de sus autoridades bajo un sistema confiable, verdaderamente democrático, y libre de los vicios que contiene el actual y que, para cambiarlo, es esencial una reforma constitucional. Hacer posible este cambio es una tarea impostergable que la sociedad política no debe rehuir, despojándose de todo interés y ambición sectaria que han impedido, en estas tres décadas, perfeccionar y afianzar el régimen democrático. Si ella no lo hace, entonces la fuerza de los acontecimientos nos llevará hacia un destino ignoto, con todos los riesgos y males que eso supone.