Panamá está en deuda con la democracia
por Luis Alberto Díaz
Treinta y dos años nos separan del fin de la dictadura que tanto sacrificio, sangre y destrucción de las instituciones le costó a la nación. Los gobiernos que se han sucedido desde entonces aún no han podido zafarse de algunas reglas heredadas de la dictadura militar, que permiten el andamiaje de la corrupción política y el mantenimiento de una burocracia estatal que cada día pesa más en las finanzas públicas y la sociedad misma.
La sociedad política ha sido incapaz de darle al país la institucionalidad que lo encamine hacia el régimen de plena democracia prometido hace un poco más de tres décadas y los partidos políticos se han convertido en clubes electoreros y, en algunos casos, refugio de maleantes que, a decir verdad, ni siquiera deberían ser aceptados en ellos, si es que a los partidos que los acogen aún le queda una pizca de decencia, honor y honestidad entre sus filas.
A lo largo del tiempo hemos experimentado un deterioro progresivo de la vida democrática. Los tres órganos del estado -Ejecutivo, Legislativo y Judicial- viven de escándalo en escándalo. La corrupción los corroe y el equilibrio de poder que debe existir entre ellos cada día está más ausente de la vida política, económica, social y cultural de la nación y de la república misma. Casi todos sus funcionarios son cuestionados a diario; no solo por sus decisiones, sino por lo que es más grave aún: la solvencia ética y moral de sus propias personas. La confianza y la credibilidad en las autoridades y el sistema se pierden a velocidades sorprendentes. Basta tomar como muestra la oferta electoral de las candidaturas a los puestos de elección de los últimos torneos electorales, para constatar como, período tras período, disminuye la calidad del discurso, la propuesta de gobierno, y la capacidad intelectual y política de algunos candidatos. Tanto el método como el sistema ya apestan y parecen gastados.
Necesitamos un cambio profundo de las estructuras del estado que le dé un vuelco al sistema vigente, dentro del orden democrático. Y tal cambio no debe ni puede hacerse ajeno a la convocatoria de todas las organizaciones del país, sean estas del orden gremial, empresarial, religioso o político. Probar otra ruta sería transitar por un camino ilegítimo desde su inicio y huérfano del apoyo de la mayoría ciudadana.
Si queremos, realmente, evitar la hecatombe social y política que se vislumbra en el horizonte, es necesario que se ponga fin a la mora que existe en cuanto a la plena democratización del país. Y el camino comienza por garantizarnos, en franco y abierto debate de la situación nacional, la adopción de un pacto nacional que permita la equidad, la descentralización, la rendición de cuentas y la transparencia en el manejo de gestión pública, y que propugne por la elección de las autoridades dentro de un sistema confiable, verdaderamente democrático y libre de los vicios que contiene el actual.
Es una tarea impostergable que las sociedades política y civil no deben rehuir. Si ellas no lo hacen, entonces la fuerza de los acontecimientos nos llevará hacia un destino ignoto, con todos los riesgos y males que eso supone.