El derecho a la defensa en la «nueva» justicia penal
El derecho a la defensa en la «nueva» justicia penal
Por: Jorge Zúñiga Sánchez
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De seguro que con la llegada de la democracia, la sociedad esperaba grandes y significativos cambios en el orden institucional, y de manera muy especial en el ámbito de la justicia penal. Se hacía imperativo ponerle fin al largo reinado de la nefasta tradición judicial autoritaria, y dotarle de principios y mecanismos legales, acordes con las nuevas ideas democráticas de libertad y respeto a la dignidad humana.
Esta transición no enfrentaría mayores resistencias, pues se contaba con la aceptación de la ciudadanía y las fuerzas vivas del país, comprometidas todas con el restablecimiento de la ley y la justicia. Se pensó que con la designación de nuevos Magistrados, la adopción de instrumentos legales necesarios, y con la adecuada capacitación de jueces, fiscales y abogados en el nuevo modelo penal, serían las medidas suficiente para erradicar todos los vicios de la justicia. Son innegables los aportes que en su momento hicieron cada uno de los “gobiernos democráticos” para llevar a cabo semejante tarea.
En su aspecto externo, con el nuevo modelo de justicia penal el Ministerio Público seguiría como actor público, en tato que el ciudadano (imputado) contradeciría la acusación, con la diferencia del absoluto control ejercido por los jueces a lo largo del proceso. Sin embargo, la presencia de la víctima “por mandato de la ley”, introducía significativas diferencias, quien ahora al actuar simultáneamente como actor civil y penal, no sólo se salía de su injustificado letargo histórico, sino que al aparecer fortalecido en escena, demandando el reconocimiento de la pena, lo que aumentaba la ya existente desventajosa posición del imputado dentro del proceso.
El Ministerio Público se apersona ante la justicia, a nombre del Estado como pretendiendo el castigo al imputado, y al reivindicar la satisfacción del interés colectivo, se hace merecedor de un injustificado tratamiento. Pasa lo contrario cuando un ciudadano accede a la justicia buscando el reconocimiento de un derecho que el propio, mismo que el Estado se niega reconocer, y debe sortear una impenetrable maraña de rotps y formalidades.
En democracia, el compromiso del Estado es propiciar las condiciones materiales para que el ciudadano goce de sus libertades individuales. Y si en el proceso penal se busca por vía jurisdiccional limitar esas prerrogativas, lo menso que procede es garantizarle al máximo, que su derecho a la defensa no sea una ficción. No estamos sugiriendo que las reglas del proceso se apliquen en favor del imputado, sino que aspiramos a una “justicia justa” como resultado de la suma del respeto absoluto de los aspectos sustanciales y formales del proceso, y en especial de sus derechos. El derecho a la defensa no se satisface por sí solo con la dotación de las garantías y prerrogativas procesales establecidas, con lo que se busca erradicar el uso abusivo del poder punitivo institucionalizado.
La aparición de la víctima supone una amenaza a la controversial figura del fiscal, pues en su distorsionada visión “vengativa”, visualiza la cárcel aparece como la única solución que complace al Estado. Al aumentar las posibilidades fácticas de que el víctima e imputado puedan de manera transaccional el conflicto, tendrá que aparecer en la escena la figura de un juez más comprometido con la conciliación, al propiciar fórmulas negociadas entre víctima e imputado.
Es preciso tener presente las imágenes del sospechoso, obligado a rendir sus descargos ante el investigador quien a pesar de rehusarse a declarar invocando sus garantías constitucionales, el sistema se permitía interpretar esa negativa como un grave indicio inculpador, exabrupto que contaba con la validación judicial. En esta materia es significativo el avance, pues el ciudadano dejó considerado como el objeto principal de la investigación y de la prueba, pues con las nuevas reglas procesales de inspiración democráticas, pues en el proceso no se hace indispensable “escuchar” la versión del sujeto sometido a juicio.
El derecho a la defensa se puede ejercer de forma activa, a través de los recursos, acciones, excepciones y alegaciones que el imputado o su abogado defensor promuevan, procurando mantener la validez del proceso. Le corresponde hoy al juzgador empoderase de la misma preocupación, cumpliendo con el deber de revisar todos las actuaciones ejecutadas por el investigador y el acusador (privado o público).
En virtud de la importancia que hoy ha adquirido el derecho a la defensa, quedan erradicadas aquellas prácticas irracionales, en la que la “notitia crimine” poseía la fuerza conviccional suficiente como para condenar. En el presente, el proceso avanza de la mano al nivel de convicción del juzgador. Es decir, la sospecha inicial que justifica la apertura de la investigación, se pasa a la “duda razonable”, y será el pleno convencimiento judicial lo requerido para condenar.
Si los arreglos “inter parte” sobre la pena o la reparación se convierten en la regla general, su consecuencia será la simplificación de los procedimientos. La defensa técnica podría terminar siendo una opción, lo que aliviaría las cargas laborales de la Defensa Pública, aunque también redundará negativamente en el desempeño del profesional de la abogacía. Lamentablemente, el Estado sigue anclado a la tendencia penalizadora, desconociendo que el aumento de las necesidades materiales de los individuos, provocadas por la desatención estatal, son la cusas principal del incremento de la delincuencia.
Los valores democráticos difícilmente penetrarán la mentalidad de los operadores judiciales, que sin perder la vista en la ley, deben atender con mayor énfasis la Constitución nacional y los instrumentos internacionales sobre Derechos Humanos. Este es quizás sea el principio rector que retrata de cuerpo entero las dimensiones del nuevo sistema penal, cuya estructura pronto “hará aguas”, si no es asimilado por jueces y fiscales.
Por eso, como en cada causa penal los litigantes de poner a prueba sus capacidades y competencias académicas, pues al perder de vista los fines del proceso en tiempos de democracia, dejamos una grieta al autoritarismo, poses que poco aportan a la lograr que la resolución de conflictos penales se realice con alteraciones innecesarias de la paz social, y sobre todo fortaleciendo la institucionalidad democrática.