Contradicciones de la justicia penal develadas por los Derechos Humanos

 Contradicciones de la justicia penal develadas por los Derechos Humanos

Por: Jorge Zúñiga Sánchez

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En el campo de la justicia penal, la sola mención de los derechos humanos le sugiere a la ciudadanía la presencia de un peligroso factor moralizador, que cuenta con la virtualidad de neutralizar la eficacia de la autoridad en el cumplimiento de sus metas y planes nacionales. Hay algo de cierto en esa aprehensión, pues no es posible plantarse  el fortalecimiento institucional de la democracia, si el orden jurídico cuenta con la fuerza suficiente para someter al individuo.

No sería posible hablar de un Estado de derecho, si la acción de la autoridad estuviera exenta de  controles formales y sustantivos, mismos que además deben ponerle freno a toda forma de ejercicio abusivo del poder político.  Con tal razón se instituye el respeto los derechos humanos, con lo que  se consolida el sistema democrático, y al máximo se potencia  la imagen del ser humano, convertido ahora en el actor principal del destino de los gobiernos y de los pueblos.

La aparición de los derechos humanos en el escenario jurídico normativo trasciende el interés localista de los Estados nacionales, hasta convertirse en un propósito que la comunidad internacional se impone, tras el desastre que ha significado en términos de vidas humanas y destrucción material, las últimas grandes conflagraciones mundiales.

Con esta institución jurídica, se cierran todas las posibilidades a que el Estado desate su poder destructivo contra sus nacionales y extranjeros, pretextando asegurar intereses superiores de la Nación.  Con esto se procura que bajo ningún concepto la supervivencia del Estado, pueda poner en riesgo la propia existencia y bienestar del ser humano.

Muchos años tuvieron que pasar, antes de que la exigencia por el respeto de los derechos humanos se convirtiera en una consigna hemisférica. Poca o ninguna  influencia tuvieron para frenar los excesos de las dictaduras militares instaladas, respuesta de fuerza brutal que decía respondía al ataque violento que enfrentaba el orden y los valores superiores establecidos, de parte de  doctrinas y pensamientos  “ajenas a nuestras más caras tradiciones democráticas”.

Con los cambios que ha traído el nuevo milenio, el respeto a los derechos humanos se convierte en una exigencia fundamental promovida  desde las altas esferas del poder internacional.  Así que los Estado nacionales han quedado comprometidos en su promoción y  protección, a través de estructuras gubernamentales independientes, cuya injerencia empieza ser asimilada con tropiezos, por autoridades y ciudadanos.

Ha sido precisamente en el campo de la justicia penal, en el que a lo largo del tiempo y a través del proceso y la pena de prisión, el Estado ha demostrado su inagotable capacidad para infringir daños a los ciudadanos.  En momentos esa fuerza  institucionalizada desatada contra las personas, ha cedido espacio ante la humanización de la persecución, enjuiciamiento y cumplimiento de las sanciones a consecuencia de los delitos.

Como la esencia del control político está en la fuerza, se siguen buscando atajos para fortalecer el basamento del derecho penal. Si la libertad ambulatoria es un atributo propio de la naturaleza humana, resulta  injustificable la legitimidad de su restricción, sobre todo si ésta se concibe  en condiciones de martirio y penitencia, degradando al sujeto  a las más absolutas formas de indignidad humana.

Por supuesto que el respeto a los derechos humanos, no sugiere a la eliminación de las clases sociales.  Es necesario entender que el reconocimiento a la dignidad humana confiere nuevos términos a la nueva relación “gobernante y gobernado”, pues hay una igualdad entre los deberes y derechos establecidos recíprocamente.

Para el Estado, ese respeto va más allá de la simple formulación discursiva en leyes, decretos o sentencias, pues ahora los derechos que en forma de servicios públicos aquel debe brindarle  en el interés de su calidad de seres humanos, han de elevar al máximo sus capacidades, habilidades, potencialidades  en el interés de los valores del  individuo, así como en los de la  propia colectividad humana.

Sobre el ciudadano pesa el deber cívico político de respetar los valores que sostienen el orden público, razón por la que el desconocimiento de la ley penal acarrea una “pena penal”.  En esta relación jurídica algo está desbalanceado, pues no se prevén consecuencias jurídicas para los constantes incumplimientos del Estado de los compromisos colectivos asumidos de dotar a “sus súbditos” servicios de justicia, educación, trabajo, y  salud.

En atención al  respeto merecido, la justicia penal debe interesarse en conocer las condiciones de vida   del procesado, pues cuando estamos ante un iletrado o un analfabeto funcional, la justicia tiene frente a sí a un individuo al que el Estado le ha negado el derecho a la educación.

Con semejante antecedente, es ilegítima  la inflexibilidad con la que la ley penal le reprocha al individuo su actuar consciente, pues no es cierto que por gozar de salud mental “científicamente acreditada”, se presuma  que podía entender la ilicitud cometida y el daño  causado, y que por tanto, merezca recibir una sanción.

El derecho estatal al castigo para mantener el orden público,  no goza de preminencia frente al derecho del ser humano a demandar del propio Estado, condiciones mínimas para alcanzar una vida digna.  Sólo nos acercaremos a  una verdadera “justicia penal justa”, en la medida que el sistema coloque  sobre la balanza estos derechos.  Es injusto un sistema jurídico que dispensa un trato privilegiado precisamente a los grupos económicos, que han recibido todos los privilegios y protección de parte del Estado, mientras que las frías e  infrahumanas cárceles será en destino final de aquellos seres  humanos marginados, a los que el Estado sin perturbarse un mínimo, les negó su  toda posibilidad de dignidad.

 

 

 

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