LA MATANZA DE 1955 EN PANAMÁ (I)
Alrededor de treinta minutos duraron las ráfagas de los disparos. Ya bordeando las ocho de la noche, el carro Cadillac de color negro salió despepitado desde los estacionamientos frontales del antiguo Hipódromo Nacional Juan Franco, ubicado en los contornos del traspatio de las actuales Galerías Obarrio, de los edificios que colindan frente a la vía España, hasta más allá de la avenida Samuel Lewis de la ciudad de Panamá. Dos miembros del estamento de seguridad presidencial, llevaban al presidente de la república José Antonio Remón Cantera (1908-1955) en el asiento de atrás, desangrándose, moribundo, en un estado extremadamente delicado y con todas las posibilidades de que en los segundos caóticos que transcurrían, en efecto se muriera. Sin embargo, la creencia y la aseveración de que murió en aquel hipódromo continúan. Desde entonces fue el inicio de las mentiras, de las verdades a medias, de la historia sesgada, de tantos artificios mancomunados, pistas sembradas adredes, tantas de las cuales se reiteran por conveniencias o porque en la maraña no resulta fácil desentrañar los trasfondos de una realidad patética y que genera un interminable asco.
En ese proceso inicial de complicidades orientadas al encubrimiento sobre quién había disparado contra el mandatario, sobre quién o quiénes ordenaron su asesinato para aquel domingo 2 de enero de 1955, emergen al paso dos curiosas leyendas, entendidas como mezcolanzas de verdad e imaginación, pues eso es una leyenda, una ficción que contiene algo de realidad, pero que resulta casi imposible diferenciar, puntualizar, qué parte corresponde a la veracidad y qué parte pertenece al ámbito de las invenciones. La leyenda de la soda roja apunta al supuesto de que una mujer, en este caso la abogada Thelma King Harrison (1921-1993), quien se hallaba entre los acompañantes que platicaban con el presidente de la república en dicha noche, de pronto levantó su vaso con una gaseosa de color rojo e iniciaron los disparos, dándose pie a la interpretación de una coincidencia y hasta de una circunstancia sospechosa; la leyenda de la travesía misteriosa, pone entredicho el rol de los escoltas Tomás Giscome, Marcelino de Obaldía y Tomás Royal Perry, quienes llevaban a un moribundo presidente en el mencionado Cadillac, conjetura que aquel trayecto fue intencionalmente demorado por las calles de la ciudad y a las instalaciones del dispensario de urgencia del Hospital Santo Tomás, José Antonio Remón Cantera llegó casi desnudo, ensangrentado y desvalijado.
La atención de las horas se erige como otra arista que denota revelaciones. Entre las 7:30 y las 8:00 de aquella noche, tras la culminación de la penúltima carrera en donde obviamente parece, tendría que salir victoriosa la yegua Valley Star, propiedad del presidente de la república, ocurren las ráfagas de disparos; al borde de las 8:00 a 8:15, tres escoltas llevan en el vehículo al mandatario rumbo al hospital. ¿Cuánto tiempo en exactitud pudo abarcar dicho recorrido? ¿Más allá de sesenta minutos? A las 9:20 fallece Remón Cantera a la edad de 46 años, aunque casi una hora antes, a las 8:30 p.m., se emprenden las investigaciones de hecho, teniéndose ya por muerto al presidente de la república y a las 9:00, es decir, aproximadamente una media hora con anterioridad, el fiscal Francisco Alvarado hijo, formaliza el inicio de las sumarias. El ministro de gobierno y justicia, Catalino Arrocha Graell, empoderado, daba instrucciones desde el cuartel central acompañado y avalado por Lilo Vallarino (Bolívar Ernesto Vallarino García de Paredes), quien a partir de esos segundos se convertía en el comandante de la policía nacional hasta 1968 y en el nuevo hombre fuerte de Panamá, sin embargo, la historiografía tradicional concibe que corresponden a actos cónsonos a las investiduras que ambos ejercían en un momento crucial.
La idea de la muerte en el hipódromo se hizo indiscutible. De hecho y sin preocupación por las aberraciones semánticas, atentado y fallecimiento se hicieron sinónimos, si el atentado acontecía en el palco presidencial del Club House del Hipódromo Nacional Juan Franco, nada contradecía que ahí José Antonio Remón Cantera había fallecido. El inicio de las investigaciones implicó la presencia de miembros de la policía nacional, de la policía secreta, del ministerio público, ahora bajo las instrucciones del ministro de gobierno y justicia y del nuevo comandante que despachaban mancomunados desde el cuartel central. A partir de una deducción semejante, se consolida el imaginario social, es decir, la creencia en la sociedad panameña, de las investigaciones sobre la existencia del homicidio del presidente de república como único acto criminal perpetrado, trastocándose el hecho irrefutable de que no sólo el mandatario fue asesinado, pese a que en el desenvolvimiento de los episodios que estaban destinados a matar a Remón Cantera, se produjo otros asesinatos y hubo más de un herido.
Ciertamente se pasaron por alto, no tanto, porque no tuvieran una investidura similar a la del gobernante de un país, sino, pues aquellos otros asesinados ponían en relieve el complot, el golpe de estado que también implicaba, el derrocamiento, a pesar de las denominaciones eufemísticas que se dieran o siguen otorgando, piezas sueltas que, al irse armando, creaban una posibilidad de estructuración del rompecabezas sobre quién disparó contra el presidente de la república, quiénes planificaron y dieron las órdenes para ejecutar el crimen. Esos otros crímenes que se llevaron a cabo en la misma noche del 2 de enero de 1955 en el Hipódromo Nacional Juan Franco, convenían ocultarse, convenían dársele un tratamiento tangencial, irrelevante, convenían mantenerse en el anonimato, fuera del radar de las atenciones; es posible se convirtieron en testigos imperdonables, cabos sueltos que presenciaron circunstancias que podían apuntar hacia el desentrañamiento de quién y cómo a la verdad mataron al presidente de la república José Antonio Remón Cantera, hacia esos sicarios encubiertos y de paso se abría la puerta para ubicar a los autores intelectuales, a los verdaderos gestores del crimen.
José María Peralta se hallaba entre los miembros de la seguridad presidencial, específicamente Tomás Royal Perry, Tomás Giscome, Herman Harding -apodado “el chombo Batling Nelson”-, Marcelino de Obaldía, además del juez nocturno Antonio Santamaría, el diputado José “Pepe Curro” Arosemena Galindo, Joaquín Borrel González, quienes jugaban dominó en una mesa contigua de dónde el mandatario conversaba con “sus amigos”; Peralta observaba el movimiento de las fichas, sus estrujamientos contra la superficie, las jugadas, teniendo por detrás a Tomás Royal Perry. Al comienzo de los tiros, todavía permanecía entre dicho grupo, pero recibió una bala en la nuca, le dispararon por la espalda, es decir, le dieron para estar seguro que estaría muerto. En efecto, los muertos no hablan, no pueden confesar aquello que han visto. En el decurso del expediente penal, sobresale la tendencia de proyectarse un perfil poco claro sobre quién era, por qué se hallaba en dicho momento, en dicho lugar, su ser se diluye, produce versiones contradictorias sobre quién es, y finalmente su muerte queda como un incidente circunstancial, pero a medida que se coloca la lupa sobre su figura, surgen interrogantes valiosas: ¿por qué lo asesinaron? ¿por qué insistían en pasar por alto su muerte? ¿qué ciertamente pudo presenciar? ¿de verdad ninguno de los miembros de la seguridad presidencial que estaban a su lado, de cerquita, no pudo ver quién le disparó por la espalda?
Parecida situación acontece con Norberto Danilo Souza Moreira. Se le encuentra tirado entre un charco, empatumado de lodo y sangre, cuando ya las investigaciones comenzaban. Su crimen, también se asume por circunstancial, una consecuencia de la mala suerte, a toda costa se insiste proyectarlo sin trascendencia dentro de las averiguaciones que hacen ver, buscaban dar con los autores de la tragedia que acababa con la vida del presidente de la república y, por lo tanto, dicha muerte en nada ayudaba. ¿Pero quién era esta persona que se constituía en el tercer asesinado de la noche del 2 de enero de 1955? Lo apodaban el cholo. 33 años. 1.70 de estatura, cabello negro, peinado hacia atrás y de una cara verticalmente alargada. Después de los disparos hasta las 8:15 de aquella noche de asesinos mancomunados, continuaba con vida, presencia cuando en el Cadillac negro se llevan al presidente Remón Cantera, moribundo, rumbo al hospital. En los minutos siguientes, aborda la patrulla identificada con el número 24, acompañado por el Mayor Timoteo Meléndez y por el teniente Ernesto Ruiloba -en adelante, dichos policías, además encabezarán otras diligencias sorprendentes-; el vehículo aparecerá en los estacionamientos del taller automotriz de la empresa Heurtematte & Arias ubicada en la carretera Transístmica, con vidrios rotos, orificios de balas, manchas de sangre, mientras Norberto Danilo Souza Moreira es hallado muerto con varios disparos en el hipódromo.
¿Qué pudieron ver José María Peralta y Norberto Danilo Souza Moreira? Desde la ubicación de sus cadáveres, se les consideró a priori y a modo rotundo, muertes a consecuencia de las ráfagas de disparos dados alrededor de las 7:30 a las 8:00 de la noche, entre las escuetas y poquísimas explicaciones -por lo general tergiversadas-, sobre el cómo a ciencia cierta habían sido asesinados. Los crímenes no se limitaron a esas horas del domingo. El 14 de enero de 1955, Antonio “Toño” Anguizola Palma, ganadero de la provincia de Chiriquí, socio en múltiples actividades y “negocios” con el presidente José Antonio Remón Cantera, fallece en la clínica hospital San Fernando. Se ha expuesto que su muerte no ha quedado clara y despierta otras incógnitas, incluso sospechas de una mano criminal; lo cierto, ni siquiera su familia pareció interesada en aclarar las razones de ese fallecimiento repentino o prefirió la tesis de una muerte natural. Dos rumores interrelacionados se suscitan ante la muerte de esa persona que se hallaba al lado del presidente de la república al momento de las descargas de balas: unos días antes, expresó la disponibilidad de contar “la verdad” sobre lo acontecido en la noche del 2 de enero de 1955 en el palco presidencial del Club House del Hipódromo Nacional Juan Franco y el hecho de que se hallaba recuperado, en óptimo estado de salud cuando manifestó lo anterior.
La muerte virulenta no sólo rondó al presidente de la república José Antonio Remón Cantera en aquella noche de domingo, antes y después pareció consistir un fantasma despiadado que hacía de las suyas, jalaba su nombre y su figura. Todavía en 1970, cuando se encuentra el cadáver del abogado Rubén Miró Guardia, acribillado a balazos en los alrededores del poblado El Naranjal de Chepo, al este de la ciudad de Panamá, cerca al puente de Pijavé, entre el borde de la carretera, recostado de un árbol, botando sangre y múltiples evidencias de lesiones; pese a las connotaciones de crimen durante la dictadura militar que se le han aseverado, merodea la posibilidad de un libro donde se contaba con todos los pelos y señas, sobre el asesinato de Remón Cantera en 1955 escrito por Rubén Miró Guardia, asimismo, la idea de un ajuste de cuentas, a partir de la creencia de vinculación con la autoría material de aquel magnicidio, muy a pesar de que se le había declarado inocente en un juicio repleto de ironías y ridículos judiciales.
Desde antes del 2 de enero de 1955, el presidente José Antonio Remón Cantera, apodado Chichi por sus familiares y más allegados, aunque ya no tuviera nada de un ser lactante, siendo un hombre obeso, de cachetes vastos, mirada que muchas veces buscaba amilanar, en efecto ya estaba rondado por el fantasma de la muerte virulenta; la desaparición del contador apellido Sucre, quien salió de su casa antes de las 7:00 de una mañana y nunca volvió a verse es un ejemplo, llevaba la contabilidad de una empresa naviera que frecuentaba transportar mercancías hacia Cuba, al Pacífico de México y algunos puertos suramericanos. A pesar de los éxitos políticos y comerciales de algunos miembros de su familia, dicho incidente prefirieron omitirlo por los años de los años. Respecto a dicha empresa se presumieron circunstancias de tráficos ilícitos, drogas, contrabando de licor, armas.
Otra desaparición sin explicaciones, acontece respecto al extranjero sueco Gosta Gideggard, millonario, propietario de navieras, se hospeda en el Hotel El Panamá, acude al bar en la planta baja, sale acompañado de una mujer elegante y nunca se le vuelve a ver; el asesinato de la mejicana constituye una tercera muestra. Su nombre se ha pretendido borrar, abarca detalles dignos de una novela donde la ficción está construida por la propia realidad. Desde una de las habitaciones del Hotel El Panamá -nuevamente-, es lanzada por el balcón, cae sobre el piso, quedando en el charco de su propia sangre. Proliferó un cúmulo de conjeturas: vociferaron se trataba de una amante del presidente de la república José Antonio Remón Cantera, hasta se ha dicho que concertaron matrimonio civil en México D.F. -en dicha circunstancia el mandatario habría de constituirse en bígamo-, la magnitud de los rumores pareció quebrantar los límites, se especuló que incluso estaba embarazada; aquella joven a quienes los trabajadores de aquel hotel identificaban como “la otra primera dama”, vivía en una de las habitaciones exclusivas y al parecer los gastos eran cubiertos mediante fondos públicos por instrucciones directas del mandatario.
En las dichas desapariciones extrañas y dicha muerte de la mejicana lanzada por el balcón, sobresale la presencia de una mujer como probable sospechosa, aparentemente elegante, de cabello negro, que solía llevar anteojos oscuros. José Ramón Guizado Valdés, en las páginas 211 y 212 de su libro El extraño caso del asesinato de un presidente (1964), no descarta la necesidad de indagar sobre esa persona, sobre esa mujer misteriosa, sino que sugiere, podía arrojar claves para desentrañar quién o quiénes fraguaron el crimen de José Antonio Remón Cantera, y en el ánimo por el encubrimiento, desataron la auténtica matanza que representaron los sucesos del 2 de enero de 1955. Pero tal pista como tantas otras, se ignoró. Los roles investigativos desarrollados por la policía nacional, por la policía secreta -ya comandada por el coronel Lilo Vallarino (Bolívar Ernesto Vallarino García de Paredes)-, apuntaban a la desaparición de las pruebas, al amedrentamiento, a la construcción de los indicios espurios, a la consolidación de hipótesis que complicaban acercarse al señalamiento de los autores intelectuales y de los autores materiales, tanto del crimen de Remón Cantera, como de los asesinatos de José María Peralta y de Norberto Danilo Souza Moreira. En idéntica dirección parecen desenvolverse las averiguaciones formales, las sumarias instruidas por el ministerio público, bajo las directrices del fiscal Francisco Alvarado o del proceso que se llevó a cabo en la Asamblea Nacional que a la posteridad reveló más encubridores y más cómplices. Si los asesinatos desde un principio quedaron lejos de la identificación de los asesinos, los diferentes heridos, menos relevancia pudieron tener, quedaron como victimas borradas, como si los balazos que recibieran no valían para tenerse en cuenta; Alberto (Pitín) de Obarrio, gerente del hipódromo, con una bala en el pie, Joaquín Borrel González, un disparo en el vientre y Antonio (Toño) Anguizola Palma, abaleado en el fémur del brazo derecho, razón por la cual quedó en la Clínica Hospital San Fernando donde extrañamente murió doce días después.
Pero además de aquellos muertos y heridos, se mató la posibilidad de una justicia penal no apegada a la complicidad, enredada en los ajetreos del poder político-económico y delincuencial, se mató la posibilidad de los estamentos de seguridad (Policía Nacional y Policía Secreta), en consonancia con la defensa del orden constitucional, del orden público, reafirmándose en las arbitrariedades y abusos. La justicia manipulada y la falta de transparencia en la actualidad -en el Panamá de hoy-, ya existían en canchas descomunales para el año de 1955, como puede verse. El homicidio del coronel José Antonio (Chichi) Remón Cantera, presidente de la república, fue un golpe de estado, a pesar de las elusiones para emplearse dicha expresión, a pesar de las pantomimas de “sucesión jurídica constitucional” con las cuales más de una vez se revistieron los derrocamientos en el país, pero aunque en el fondo constituyó un golpe de estado despiadado, simultáneamente coexistieron envidias, celos, particiones de coimas, adjudicaciones de contratos públicos, financiaciones selectivas de negocios, préstamos para inversiones con fondos del Estado, y todo lo demás que representaba ejercer el poder político en mano propia. Sea dicho, para tales propósitos, la matanza del 2 de enero de 1955 se fraguó como una medida que sus asesinos y beneficiados creyeron impostergables.